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Voy a comprar una maquinita

de afeitar y vuelvo.

 

La verdad es que no daba más. Tironeaba demasiado. Apenas logré afeitarme solo una mejilla. La barba era de unas tres semanas, pero la maquinita descartable de afeitar estaba  usada al extremo. La rompí por el cuello, desarticulándola de la cabeza, en el momento del quiebre me pareció ver un muñequito que nacía cuando moría definitivamente la vida útil de la maquinita. Benítez no empieces con cavilaciones de metafísica barata pensé, así que tiré la maquinita y con la mitad de la cara rasurada salí a comprar una nueva. Eran las diez y media de la noche, vivía a doce kilómetros del pueblo, en un barrio donde a las nueve de la noche los únicos dos boliches de almacén están cerrados porque sus despachantes están durmiendo o borrachos o mirando partidos de fútbol. El último colectivo estaba por pasar, e igualmente salí decidido de casa. Dudaba pero seguía caminando, como si una fuerza extraña me empujara a salir.

 

¿Tanta necesidad de afeitarse antes de dormir? Sí, porque mañana por la mañana se hará visible la imperfección en el rostro, costaría disimular, además el primer boliche abre a las once de la mañana y en el trabajo se fichas a las ocho, tendría que estar en la parada disimulando o poniendo cara de loco, tomar el colectivo, aguantar la gastada o el comentario del colectivero que sea cual sea que maneje el 342 esa mañana, tendrá la confianza necesaria para jugarme una gastada, ni hablar de los compañeros en el trabajo. Para colmo eso, justo la mitad del rostro afeitado, no solo la mejilla, sino también que mitad de bigote y mitad del mentón. Lo hice sin darme cuenta. No sé por qué lo hice. Absorto quizás me afeite, me aseguré de afeitar la mitad del rostro, como jugando una broma retórica a mi desgracia. Pero la noche cubre de misterio las cosas que suceden en sus latitudes. En la noche, los humanos que la habitan, consientes o no, adquieren otra perspectiva del tiempo, otras percepciones, rastrean extraños tesoros, buscan fuerzas o epifanías que nunca encontraran en el día. No quiero decir con esto que no vayan a percibir la perfecta mitad rasurada de mi rostro, sino que en la mente de aquellos seres noctámbulos, aquella aparente extrañeza puede tomar otro significado, o ser simplemente pasada por alto, o vista como la extrañeza o la rareza de otro de los mil locos que bailan en las esquinas con o por una lata de cerveza, jalan pegamento en los semáforos o andan con el hígado y el estómago hinchados de frecuentar bares en los que flota cierto olor a orín y almizcle, mezclado con tabaco y sudores rancios.   

 

Son pocos los pasajeros en el colectivo de las once de la noche. Pero estoy en la parada y son las once y diez, once y veinte, doce menos cuarto. Qué mala suerte, lo perdí o no pasó. Me vuelvo a casa, lo que significa volver siete cuadras, más la que hice son catorce cuadras caminadas al reverendo gusto, o camino hasta el semáforo y pregunto si alguien puede llevarme, improviso la situación, explico o no explico. Si les muestro la mitad de la cara afeitada se van a asustar, si se las oculto y se percatan al subir se asustaran también, mejor me muestro natural y pregunto simplemente si me llevan o no, y si me preguntan cuento lo que me pasó, sino no cuento nada, qué les importa, y sino puedo bromear y decir mis dos nombres, mi apellido Benítez y  mi otro de la otra mitad afeitada, Conrad Luis, Benítez Darío, cómo le va y como le va, un gusto y un gusto, mano izquierda Conrad, mano derecha Benítez, ahí viene un Renault 12 destartalado, con los destartalados tengo más posibilidad.

-¡eh amigo!- Hijo de puta, me podría haber mirado al menos.

- Jefe, qué fierro la Ford 100, voy hasta el centro usted sabe que…-

-¡no!-

-pero…-

-no pibe, ¡qué parte no entendes!-

-Dejalo,  hay cada tarado dando vuelta, subí-

De un Audi blanco como la espuma, un hombre entrado en años,  de pelo abundante y canoso me invita a subir. Me acuerdo del contraste de la camisa rosa con el blanco del coche cuando agitaba su brazo izquierdo y me llamaba. Subí me dijo. Se llamaba Jorge, venía de capital y trabajaba vendiendo anteojos importados, estaba contento porque había ganado en el casino. Sacó de la guantera una petaca con un whisky importado y me convidó, me convidó también un cigarro fino y largo, un rico tabaco negro, quise mirar la marca escrita en el semicírculo del filtro pero estaba muy oscuro para leer la letra diminuta. El gringo hablaba, tenía un cierto acento porteño, me dijo que me llevaría hasta el centro, preguntó por algún restaurante o wiskería con chicas, iba camino a Rosario pero quería hacer noche en San Nicolás. No sería un viaje de mas de 20 minutos con semáforos y todo incluido, después no volvería a verlo nunca más en mi vida, así que le doy firme a la petaca y si me ofrece le agarró otro pucho o dos.

-¡Cuidado pibe!

Frenó de golpe y me golpeé la boca contra el filo de la petaca, me dolía el hombro derecho. Jorge empezó a buscar desesperadamente debajo de mí asiento, entre el sacudón vi un auto que se atravesó adelante del nuestro, Jorge sacó  una pistola, me hundió la cabeza abajo del tablero y empezó a disparar rompiendo la luneta del auto. Yo sentía que del otro auto también disparaban adelante y atrás. Jorge vacío un cargador y cargó otro, entre carga y descarga me dijo que me quede tranquilo, que eran amigos de él, y siguió disparando. De pronto se hizo un silencio, o al menos callaron las balas. Se escucharon chirridos de ruedas y dos autos que se alejaban. El auto había quedado atravesado en la ruta en diagonal a una rotonda. No sabía si bajarme o seguir, decidí bajarme, salí corriendo, atravesé la rotonda, crucé una avenida y me escondí en el porche de una casa. Estuve agitado y confundido sin poder pensar claramente. Al cabo de un rato miré par atrás, estaba a unos 80 metros del lugar del tiroteo y cuando volví a ver no había vestigios de lo sucedido. Los demás autos circulaban como si nada hubiera ocurrido. El caos de los coches hizo paradojicamenteo recuperar la calma, la atmósfera ruidosa de autos pasando sobe autos, de bocinas sobre luces y de motores que tapan a motores, habitaba otra vez  la avenida, había avanzado sobre el espacio con la voracidad de una enrredadera en el Amazonas. Yo también había estado allí, minutos atrás, tirado debajo de un tablero de un Audi con las balas rozándome el pellejo. Esa perspectiva hizo verme como un muerto que se miraba. Me estremecí.  

 

Esperé una media hora, prendí un cigarrillo, me levanté el cuello de la campera, salí caminado por la avenida y me acaricié la mitad del rostro afeitado. En ese momento recordé que me presenté con ese tal Jorge como Luis Conrad. Me tranquilizó recordar que no dije mi verdadero nombre, pero me pregunté por qué dije sin predeterminación y casi naturalmente es nombre y no mi verdadero, Darío Benítez. Quién era ese tipo, qué hacía yo ahí, qué hago yo caminado ahora a esta ahora buscando una maquinita de afeitar. Retrocedo o sigo. Si vuelvo mañana tendré el fastidio del disimulo, además ya estoy aquí, vivo de milagro, sigo, además necesito un trago, en la avenida podré tomar un remis o un taxi hasta el bar de la Estación, me tomo un trago y compro la maquinita de afeitar, ese bar es como una pequeña pulpería, tenes desde tragos hasta balas para comprar. ¡Remis, acá!

 

El chofer me miró desconfiado, pero me abrió la puerta. Los remiseros tienen la lucidez del búho cuando miran por la noche. Se dio cuenta que no era un tipo peligroso y riéndose me preguntó por qué tenía solo la mitad de la cara afeitada. Le dije absolutamente toda la verdad, los remisero intuyen como nadie las texturas del tiempo, algunos se prestan a la charla, son  una agenda abierta para guiarte a lugares clandestinos para conseguir de las más variadas “cosas” a cualquier hora de la madrugada. Para asegurarme le pregunté si al bar donde nos dirigíamos vendían también maquinitas de afeitar, se rió y me dijo que sí. La radio sonó, era la llamada de otro compañero.

-Doce, móvil doce, está con pasajero-

Dijo que no, tapó la radio, me hizo seña con el dedo y la boca para que no hable.

-te escucho Mauricio, estoy volviendo para la base sin pasajero, decime-

-Tené cuidado si andas cerca de la rotonda, está lleno de canas, parece que se tirotearon y hay un muerto, están parando coches, era un auto blanco y parece que uno se escapó del auto y salió corriendo, la cana anda rastrillando los patios y los techos de todas las casas de la zona-

-Gracias Mauricio-

Tragué saliva y por momentos quise saltar del coche e hice una broma estúpida. Le pregunté al chofer si el que se escapó tenía la mitad de la cara afeitada. El chofer no se río como yo esperaba, ni hizo comentario alguno, puso la radio y dobló por una esquina. Estábamos a dos cuadras del bar. Mientras le pagaba pensé que sería mejor despedirse y decir mi nombre, así el tipo se quedaría tranquilo y si está sospechando que era yo el que estaba arriba del auto me olvidaría, no se esforzaría en retenerme en la memoria a raíz de la sospecha o iría directamente ni bien me deje en busca de la policía.

-Gracias jefe, tome, Luis Conrad es mi nombre, hasta luego- Volví a mentir.

-que tengas suerte pibe y  que consiga la maquinita-

 

Casi lo había olvidado, tanta tensión me había hecho focalizar más en la garganta seca que en la maquinita de afeitar y mi rostro afeitado a la mitad. El remisero espero a que me aleje unos pasos para exclamar un chiste en voz alta referido a mi rosto. Me lo recordó antes de entrar al bar y me puse incómodo de nuevo. Pensé en comprar la maquinita, en comprar un jabón y afeitarme en el lavabo del bar. "En el bar no vi más que a cinco o seis parroquianos, di las buenas noches y me senté en la barra. En la otra punta había un hombre flaco sin un brazo que apenas me miró cuando me senté, estaba bebiendo una bebida blanca. Lo había visto alguna vez. Las caras que se ven en los bares de las estaciones son difíciles de olvidar. Parecieran ser de otro tiempo, milenarios algunos, rostros como encerados, cruzados de arrugas fuertes como la bebida que beben sus cuerpos y rostros gregarios, provenientes de lejanos mares o de libros clásicos, testigos del averno y de diosas divinas, que parecen bendecirlos y resucitarlos a través de los tiempos, rostros infinitos, rostros para siempre, sus ojos miran nada para alcanzar el sentido de un todo que apenas se disipa, se ablanda, se alivia con la ginebra o el cigarro barato. Pedí un vaso de whisky, un jabón y una maquinita de afeitar. Le daba la espalda a todos los parroquianos, menos al que estaba apoyado en la otra punta del mostrador y parecía cada vez más borracho.

-Otro whisky por favor-

Ágil el cantinero se arrimó sacudiendo la rejilla que tiene pegada a la mano como una parte más del cuerpo, vino a buscar el vaso deslizando la rejilla por la barra, antes  la tiró a un costado en un gesto guaso, en otro movimiento eléctrico tomo el vaso, la botella, sirvió desde arriba provocando una catarata marrón, me dio el vaso, tomó la rejilla y fue hasta el cuaderno a anotar mi gasto, limpió un pedazo del mostrador donde abrió el cuaderno y se puso la rejilla en el hombro.  El segundo whisky hizo que sintiera ganas de escribir todo lo que estaba pasando.

Tomo el tercero, pido una lapicera y escribo. Qué digo, me sentiría ridículo mañana en el trabajo, como si además lo que me ocurrió sería para contarlo, pago los whisky me afeito y me voy, jefe, por favor dígame cuanto le debo.

Pero mi pedido quedo trunco con otro vaso de whisky que el cantinero me clavó adelante.

-Se lo invita el hombre de aquella mesa-

Recostado sobre una pared donde una pareja está bailando tango, un hombre de pelo morocho, enrulado y largo, levantó su copa, dijo salud y se bebió el trago de golpe, después masticó limón. Escuché el ruido de las pulseras y los anillos cuando apoyó el vaso en la mesa. Me di vuelta y empecé a beber el whisky, Recostado con  los dos codos en la barra, más relajado, me acomodé para ver el cuadro del bar en su totalidad. Antes mis ojos corrió como un incendio la imagen de un viejo barco, y su tripulación bebiendo allí, donde estaba yo y un viejo bucanero que acababa de invitarme a un whisky. El hombre me hizo otra seña. Me desentendí, después otra, y el vaso se estaba por terminar. Llamó más amistoso y me acerqué, me dejé ganar, tal vez llegaría a casa y escribiría. Sin sentarme aún le estiré la mano y me presenté.

-muchas gracias por el whisky, un gusto Darío Benitez-

El hombre se enderezó en la silla me miró de frente y vi que tenía la mitad de la cara afeitada.

-Luis Conrad- me dijo- un gusto-

Me desplomé sobre la silla. Me quedé esperando una explicación como si aquel extraño y yo nos conociéramos hace tiempo. Por momentos todos se detuvo, se alejaron las voces, el rechinar de los vasos, el bullicio del televisor, el plaf plaf de la rejilla, los autos, se hizo un silencio hueco, una muesca en el espacio envuelta de una atmosfera uterina, un instante al que pareciera haber corrido los 50 anos de mi vida, relajado por fin, como frente al rostro de dios y del diablo, al hito último de la revelación, lo más parecido a la verdad.

-¿es un broma no?-

- perdón…jefe tráigame dos whisky más por favor…cómo me decía usted-

-nada, lo confundí con un conocido, dígame por qué me invitó el whisky habiendo tantos parroquianos y con más cara de sed que yo-

-es cierto, su rostro es el más sobrio de todos, de qué trabaja-

-trabajo de administrativo para una empresa, una multinacional-

-qué hace a estas horas acá entonces-

-es lo que yo me pregunto-

.-usted debe estar en unas horas que fichar, ¿o no ficha?-

-ficho, qué hora es-

- las tres y cuarenta y cinco de la mañana, no parece sorprendido.

-extrañamente no, más le digo, no me lo había preguntado hasta ahora…pero le puedo hacer una pregunta, ¿no se ofende?-

-pregunte no más-

-por qué tiene la mitad del rostro afeitado y la otra mitad no-

Se río.

-¿y usted?-

-yo pregunté primero-

-porque en la mejilla derecha estoy picado de viruela desde niño, nunca me creció la barba de este costado,  pero tómese otro whisky, por aquí tengo los cigarrillos-

Intentó arrastrar con los pies la silla para retirase de la mesa y meter la mano en el bolsillo cuando un gesto de dolor lo dobló al medio, no pudo evitar tocarse el costado, devolvió la mano temblorosa y manchada de sangre a arriba de la mesa. Nos miramos fijo, el hombre tenía la mejilla  derecha y yo la izquierda afeitada. Me paré de la silla y me abalance sobre el tipo con una parva de servilletas en la mano.

-qué pasa hombre, tome límpiese.

-escuche siéntese y disimule, estoy herido de bala, adentro de este bolso tengo toallas, un cuchillo de plata, alcohol y whisky, un mechero para quemar el cuchillo y una linterna poderosa, sálveme y será recompensado,  mi familia está lejos, pero si usted me cura recibirá favores toda su vida.

Tomamos los últimos whisky, el hombre pagó su cuenta y la mía, me guardé el jabón y la maquinita en el bolsillo de la campera, el tipo se levantó con dificultad y salimos afuera. Cerca había un descampado, lo podía curar allí. En el cielo se dibujaba una luna enorme que caía pesada sobre los techos de la ciudad. Quizás la linterna esté de más con la luz redonda alcance. Entramos al baldío. El tipo se tiró sobre unos colchones, dejó el bolso a un costado, lo abrió y saco la botella de whisky, tomó un trago largo y se levantó la camisa. La luz de la luna hacia que le brillen los anillos y los collares. Tomé el bolso, saque la linterna y miré. La bala estaba encallada como al refilón, apenas hundida, no sería difícil sacarla. Saqué el mechero, quemé el cuchillo, busque un balde desfondado donde apoyé la linterna para ayudarme con la luz, el tipo seguía bebiendo whisky, traspirado, su perfil agitado y bañado por la luz de la luna, su camisa roja se había vuelto más roja con el sangrado de la herida. Me afirmé como buscando con el cuchillo la herida y su respiración se aceleró.

-dígame, cómo era que se llamaba usted.

Me miró como reprochándome la pregunta, pero ante su posición no tuvo más que contestar.

-Luis Conrad.

Le alcancé un pañuelo mitad azul mitad verde, con el dibujo de una rueda, había también la foto de un colectivo, la miré y la deje de nuevo adentro del bolso.

-tome, muerda este pañuelo.

Entonces me acerqué y le clave trece puñaladas. Luego quemé la evidencia y lo dejé ahí. Rompí la botella de whisky y me traje la linterna. Volví a mi casa en un taxi lo más veloz que se pudo. Me lavé los dientes, me aseguré el alimentado para el desayuno. Terminé de afeitarme justo cuando el reloj despertador marcaba las siete de la mañana.

 

 

                                                                                                                                            Texto: el negro Paris

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