Círculos

Al apurar el contenido de su segunda copa de vino, Ana tuvo plena conciencia del ya conocido efecto que el alcohol comenzaba a surtir en su organismo. El calor había teñido sus mejillas de rojo y una embriagadora sensación la invitaba a despojarse de cualquier atadura al raciocinio.
Inducida por la intimidad del momento, se apresuraba a liberarse de todas aquellas reservas que con tanto afán se obligaba a conservar en las relaciones con sus pares. Y aunque en algún recóndito sitio de su mente parpadeaba una luz de alarma, ésta se veía obnubilada por la deliciosa magia de aquellas velas y el ronco murmullo del cantante de jazz interpretando una cálida versión de La vie en rose.
El hombre que compartía su mesa la contemplaba fijamente con una seductora sonrisa. Se habían conocido hacía apenas cuarenta minutos, gracias a un malentendido respecto de la ubicación que cada uno de ellos había reservado previamente en el restaurante. El encargado se había deshecho en disculpas por el error cometido, y una expresión de evidente alivio había vagado por su rostro cuando ambos clientes rieron y decidieron compartir la mesa sin mayores inconvenientes. Él dijo que se llamaba Marcos y la invitó a beber una botella de vino blanco mientras esperaban la llegada de la comida. Ana aceptó de buena gana. Al fin y al cabo, era otra noche de soledad, otra de las tantas que invariablemente se sucedían desde su última y tortuosa relación, ahora felizmente acabada.
Jamás había tenido suerte con el sexo opuesto, y era ésta una realidad que involuntariamente marcaba a fuego su forma de conducirse, situándola en el amargo plano de aquellos que encuentran un malsano placer al conocer los fracasos afectivos de los demás.Nadie jamás la había querido realmente, y esta certeza adquirida a base de desengaños, lágrimas y humillaciones, no hacía más que reforzar su resentimiento hacia el resto de las mujeres. Sencillamente no lograba comprender cuál era el artilugio que ellas utilizaban para atrapar a un hombre y, más aún, para mantenerlo a su lado. Y las detestaba por esa razón.
Como hurgando en su herida ya profunda, una pareja se hacía arrumacos en la mesa contigua. Ana los contempló fugazmente con amarga sonrisa. Cuando volvió a mirar hacia el frente, se encontró con los ojos de su nuevo acompañante que la observaban fijamente. Resultaba atractivo a su extraña manera. Sus rasgos no eran bellos, pero denotaban una serenidad que ella apenas conocía. Y con ello bastaba.
Quizás esta vez exista una chance, se atrevió a pensar esbozando una tímida sonrisa premeditada y jugueteando con su copa antes de llevársela a los labios. Puede ser diferente esta vez, se repitió infundiéndose otra dosis de ánimo. Y aventurándose en esta flamante idea inició una conversación con aquel hombre de hombros firmes y sonrisa cordial.
Pidieron una segunda botella de vino mientras terminaban el postre. Para entonces, Ana se sentía casi feliz. Estaba convencida de que entre ambos se había creado un clima de intimidad y camaradería que difícilmente fuera producto del azar. Él la deseaba tanto como ella lo deseaba a él. No había dudas. Por fin la suerte se acordaba de ella. Por fin la vida le daba la misma oportunidad que a otras tantas. ¡Qué tonta había sido todo este tiempo, permitiéndose desmoronarse, considerándose alguien de nulo valor! Las cosas eran distintas, sólo que recién ahora era capaz de verlo.
Dirigió a Marcos la sonrisa más encantadora de la que fue capaz. El alcohol había logrado desinhibirla mucho más de lo que hubiera deseado, sin embargo tomó estas sensaciones con agradecimiento y naturalidad. Cruzó las piernas inclinándose levemente hacia un costado, de modo que él pudiese admirar sus piernas, y cruzó sus manos sobre la mesa.
El cantante estaba ahora interpretando una versión bastante mala de Strangers in the night, y la poca luz que reinaba en el lugar se concentraba en el escenario. Mucho mejor, pensó radiante. Esta es mi oportunidad. Y mirando seductoramente al hombre que tenía delante, entreabrió sus labios esperando el ansiado beso, ese beso que marcaría el fin de su soledad y que la ubicaría en el círculo donde siempre había deseado estar. Pero Marcos no la besó. Por unos instantes, ella se sintió decepcionada, pero luego reflexionó y lo atribuyó a sus buenos modales, regañándose a sí misma por haber sido tan apresurada. ¿No era acaso mejor que un hombre la respetara y fuera más despacio? ¿No era eso justamente lo que esperaba?
Continuaron conversando hasta que Marcos se disculpó para ir a hacer un llamado afuera desde su celular, ya que dentro del restaurante no había señal. Ana bebió su vino con una especie de ensueño, aletargada y feliz por los acontecimientos de los que estaba siendo protagonista. Apuró el contenido de su copa y brindó para sí misma y por su felicidad tan postergada.
No se preocupó demasiado al principio por la demora de Marcos. En todo caso, sólo habían pasado unos siete u ocho minutos, tiempo más que lógico para un llamado. Sonrió al barman que la contemplaba desde detrás de la barra, y buscó en su cartera un cigarrillo. El mozo se acercó y le ofreció fuego. Ella le agradeció con un gesto y se disponía a beber el resto de su bebida, cuando el mozo depositó un papel sobre la mesa. Su cuenta, le dijo. Ana lo miró con extrañeza. ¿No se suponía que la cuenta se entregaba a los caballeros y no a las damas? Intentó explicarle que su acompañante estaba realizando una llamada y que no tardaría en volver, pero el mozo insistía en cobrarle. Sintió que el resto de las personas del restaurante comenzaban a mirarla en forma condescendiente, y la vergüenza tiñó de rojo furioso sus mejillas. Se incorporó intentando conservar la calma y la dignidad. Pero todo a su alrededor comenzó a dar vueltas, y tuvo que volver a sentarse para no caer. El mozo movía la cabeza de un lado a otro contemplándola con pena.
Antes de que pudiese hablar nuevamente, se sintió asida por dos personas que la obligaban a incorporarse y la conducían hacia afuera. Ana gritaba de humillación e impotencia, profiriendo maldiciones e insultos mientras la subían a un taxi ya estacionado frente al local. Calientes lágrimas de rabia y vergüenza corrían pos sus mejillas. Cerró los ojos, hundiéndose en el asiento del coche, deseando desaparecer para siempre.
-No es la primera vez –oyó que le decía el mozo al chofer. –Pobre mujer.
Texto: Marabeat Ilustracion: YNTG