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El príncipe de la oscuridad

La historia de Esteban “el rulo” Sariaga se contrapone totalmente a esa propaganda de ministerio de salud de los años 90, donde el doctor Miroli aparecía con un dibujo animado “Fleco”,  hablando sobre la droga, y que después de la bajada de línea del doctor, Fleco lo miraba y tomándose con las dos manos un costado de la panza le decía:

–entonces doctor si me fumo un porro me salen rollitos acá- entonces el doctor sonreía y afirmando asentaba con la cabeza.

En la calle I.

¡Ojo, agachate! Una silla pasó volando y casi le arranca la cabeza a una pareja que está bebiendo un trago en  la barra. Adentro del bar se armó la batahola. No se podía ver con claridad. Cuatro personas vestidas de negro intentan  atrapar a un hombre que se defiende a las trompadas, bien parado, espalda en la pared, la mirada sostenida, tranquilo.  Esteban “el rulo” Sariaga tiene el cuerpo de un atleta pero cuando se lo mira a la cara, esos rasgos de lobo, su dentadura, sus cicatrices y sobretodo un cierto sopor de su mirada, refracta una tristeza y una vida nocturna de drogas y caravanas.

Lograron reducirlo cuando lo atacarlo los cuatros patovicas juntos. Lo sacaron a los tirones y a las trompadas limpias. Esteban fue a parar a la vereda. No se calló. Está rasguñado y colorado de los golpes. Cruzó la vereda y se miró la cara en el reflejo de una vidriera se mira. Se ve un ojo machucado. 

-ahora sí, los mato-

Siguiendo un paralelo con Atila en la película Troya (el Rulo mismo lo recordará con gracias a días de la pelea, montado en su bicicleta, de mañana a punto de entrenar, no sin antes fumar un porro) avanzó en una especie de carrera dando zancadas, zigzagueando para desarmar el bulto que forman los cuatro patovas. Los desorientó y saltando entre tres logra conectarle una trompada a uno y derribarlo. Misma trompada quizás que le dio la vida al rulo, cuando a los 18 años en las escaleras próximas al club donde entrenaba, se encontró tirada una bolsita de cocaína.

 

En la calle II.

La noche de la pelea Esteban Sariaga hizo la previa en la esquina de siempre, donde se hizo de una pandilla de amigos, donde dio los primeros pasos en la experiencia de las drogas. Mucho de los pibes de la “tribu” (los que no se murieron que no fueron pocos) también experimentaron con drogas un largo tiempo y a gran escala, pero hoy miran como a un extraño al rulo que nunca paró de consumir. A pesar de tener varios hijos con varias mujeres, a pesar del deporte y su capacidad física que siempre lo acompañó. La suma de todo no alcanzó para que se le ocurra parar de consumir drogas, desde que arrancó con la bolsita de merca, el hachis, el paco, el tabaco, las patillas y el alcohol.

Los otros tres gurkas patovas que quedan en pie, se le van encima a Esteban pero se les nota el miedo, lo que hizo que llegaran separados. Para colmo de los patovas y el dueño del bar (a quien el rulo señalaba jurando matarlo) Esteban ya se iba ganando al público de curiosos que se regocijaban con la violencia de la pelea. Sariaga les pega de a uno y caen, lo intentan derribar, pero más de una pelea se las debe a las piernas. Esto mismo decía cuando en la puerta de otro boliche cagó a trompadas a un jugador de básquet que media más de dos metros. Y para  tenerlas fuertes no solo caminó por la vida y la noche, también corrió carreras de alto rendimiento. La madre del rulo guarda un álbum con las fotos y los recortes de notas, cuyos titulares resaltaban sus victorias, pero también el llamativo talento. Para el mundo de los mayores, de los periodistas, para su familia, para el verdulero, para los compañeritos de la escuela y los padres de los compañeritos de la escuela, el rulo era “la promesa”. Y más lo fue cuando su persona pasó a ser el logo de los Torneos Juveniles Bonarences del año 96. La figura estirada, perfecta, casi dibujada del rulo en plena destreza durante una carrea de 100 metros, distancia en la que metía de tiempo diez segundos y centésimas, no llegaba a once. Marcas que lo llevaron a ganar todos los torneos y competencias a nivel local, provincial, nacional, sudamericano para llegar a España a correr por y para el mundo.

 

El Príncipe de la oscuridad.

En la previa esquinera, una luna nerviosa ilumina la escena, las sombras crecen contra el empedrado, la cerveza corre, y las flores de mariguana ponen el humo a la escena. Sariaga aunque estaba merquiado, de vez en cuando le pegaba una pitada al porro, no todas las vueltas, pero como se olía rico y no era mariguana prensada, comercializada, “paraguaya”, no quería dejar pasar momento y pitaba, y pitaba. Esteban  dijo muchas cosas, pero lo primero que dijo es que venía del grupo del centro de rehabilitación pero estaba “reduro”, ya había tomado merca antes de ir y venía de ahí más puesto que gorro de lana. Con la euforia de la cocaína y el auditorio de malandras que lo escuchan como si escucharan a un semi-dios, Esteban Sariaga se trasmuta a una especie de Príncipe de la Oscuridad, y habla desde todas sus memorias y su muertes. Y Empezó llorando. Escuchó decir a alguien en la TV (y eso es palabra ya demasiado cierta para Sariaga que en su vida leyó un libro) que si una persona consume cocaína de muy  chico (como él) posiblemente le agarré un paro cardíaco entre los cuarenta y dos y cuartea y ocho años.  Pero se tranquiliza cuando le recuerdan que no sólo tomó cocaína, también fumó y se inyectó, entonces el rulo saca cuenta y se queda tranquilo, no puede ser verdad aquella definición, porque si le suma algunos años promedio a las demás drogas ya tendría que estar muerto. Esa reflexión bastó para sacarlo a Esteban de la tristeza que pareciera arrastrar de varias reencarnaciones y refregándose los ojos llorosos, se empinó media botella de cerveza sin respirar. Tomó valor y dice que no se arrepiente de nada y que lo tiene mal  no ver a los hijos de los dos matrimonios anteriores. Hoy cuando su actual esposa le preguntó qué le pasa, le contestó -nada, qué va a pasar, quiero fumar y no tengo faso, eso pasa- En la esquina empieza a hacer frío e igualmente Esteban que siempre fue gualichero (jura y perjura haber sido punto de más de un gualicho) se saca la remera y al lado de la tetilla derecha se ve un nombre, el nombre de su último hijo, Francisco, que nació meses antes a que el Papa Argentino Bergoglio elija ese nombre para cursar su mandato como Papa. Eso hace sentir bien al rulo, lo hace sentirse protegido.

Saber su adicción al paco y verlo ahora retroceder después de apalearse ida y vuelta con tres patovas, casi ni agitado, cuesta entender cómo es posible esa doble vida. 

-a ver, dale, quién es el más piola de acá, a ver, que salag el dueño a ver si es tan guapo- Grita eufórico con la remera rota y un ojo negro. Pero más negro es el mambo de su adicción reciente: el paco.

 

Paco.

 

Las personas que mejor conocen a Esteban, aseguran que no hay una vez que el rulo tome merca y no diga que va a escribir un libro y que va a titular el primer capítulo “uno escapa”. Esto mismo le dijo a una enfermera del hospital que atendió a Esteban para el test previo al análisis del HIV.

-consumis drogas--mm sí-

-¿sintéticas?-

-mmm sí sí-

-¿cocaína?

-mmm sí sí sí-

-¿mariguana?-

-mm sí sí sí?

-¿se ha inyectado alguna vez?

- ¿sí sí, varias veces?

-¿frecuenta prostitutas?

- ando de novio con una-

-¡pibe! Para qué te haces el análisis, debes estar infectado hasta las pestañas-

Esteban, después de recordar aquella jornada en el hospital, explota de risa, pero se apaga de pronto, como la brevedad de un fósforo. Aquella vez fue a hacerse el análisis del HIV, porque lo requerían como condición para anotarse en una liga de corredores de bicicletas en Bs As, en Capital Federal. Se pone triste y fuma en silencio mirando el piso, porque al hospital lo acompañó “el toro” Ricaldo, un gringo musculoso sin cogote que al final no se aguantó el chute de merca ni las reuniones en la Iglesia Evangelista y se pegó un tiro. El análisis le dio negativo, entonces el rulo empezó a viajar a Capital Federal a correr en bicicleta, pero la experiencia de la competencia en pista de carrera le duró poco, pues Esteban conoció el paco. Empezó a viajar cada vez más seguido. Viajar día por medio a Bs As en tren o colectivo se le volvió un bodrio, entonces comenzó a viajar con el auto del padre. Pero al auto hay que echarle nafta, y el “escabio”, y la merca y el paco. Para Sariaga que nunca trabajó, los manejes y los pesos que gana en las carrera no le alcanza para drogarse, para la nafta, para la mantención de los varios hijos que dejó por ahí. Así que encontró la forma de cubrir los gastos. Cuando viajaba llevaba un bolso con ropa vieja, se dejó crecer la barba -y los dientes que no tengo, que siempre me ayudaron en la calle, te da prestigio no tener dientes- A razón de que los altos edificios van desapareciendo de su vista y ganando la geografía las casa bajas del arrabal, Sariaga se iba desvistiendo y vistiendo de linyera, dejaba el auto en alguna calle segura y se ponía a “cartonear”. Con la pila de cartones, viajaba  en el tren de los cartoneros, se bajaba en la villa miseria donde vendía el cartón, y también compraba la droga, se quedaba en la villa hasta que el paco se terminaba y se volvía manejando a su ciudad. Cada vez mas lejos del ruido, cambiaba una alpargata por un zapato, el buzo con olor a humo por la camisa y un pullover Lacoste, cuando el olor del río Paraná daba señales de estar más cerca del cielo que del infierno de Capital, el rulo llegaba a la ciudad vestido como se fue, pero con más ganas de quedarse en Capital que de volver. Así fue desarrollando su largo trajin con el paco, hasta que un día vino la oferta de poner el auto para meter un caño en una joyería. El hecho no salió bien. Sariaga no cayó preso, pero sí perdió el auto, entonces no volvió a la ciudad y vivió  un año en la calle, en Plaza Constitución, “pungeando”, mendigando, “cirujeando”  y meta paco. Hasta que su familia logró ubicarlo. Le dieron noticias sobre un fantasma llamado Esteban Sariaga que vivía en Plaza Constitución. Sus más allegados fruncen la cara con el recuerdo. Sariaga había quedado pura cabeza, los brazos parecían dos escarba-dientes, estaba doblado, no hablaba los primeros días. Luego empezó a comer, y a las semanas empezó a ser el mismo de antes, y como si fuera poco comenzó a entrenar -no es porque sea su madre, pero parecía cosa del diablo verlo comer y al rato mirarlo y verlo más inflado, recuperando masa muscular, parecía cosa del diablo-

 

En la calle IV.

Sariaga parado en medio de la calle, se golpea el pecho e invita a pelear a los cuatro patovicas que no querían más gresca, el dueño del bar se escabulló como una rata hablando por celular. Los autos están a los bocinazos y Sariaga no se mueve, con los ojos clavados en el túnel que forma la gente desde la puerta del boliche hasta el cordón de la vereda, esperando que alguno se atreva y pise el medio de ese pasillo y encare hasta a pelearlo. Uno de los coches revienta en sus parlantes de a ratos con música psico-trans, de a ratos con electrónica, de a ratos con regeton. El abogado que maneja está preocupado porque las minitas que lleva se quieren bajar del auto, hacía unos 20 minutos que Sariaga está en el medio de la calle, de brazos cruzados mirando hacia la puerta del boliche. Hasta que el “boga” no aguantó más y encaró a Sariaga con intensiones de atropellarlo. No sólo que no se movió, sino que de un puñetazo le rompió el parabrisas y le abolló a patadas la puerta del conductor. Todos se bajaron del auto y se fueron corriendo. Entonces estaba cantado. Unas luces circulares azules venían avanzando desde el fondo de la calle. Es la policía. Pudo salir corriendo pero no quiso, aunque piernas le sobran, desde chico.

 

¡Cebollita sub-campeón, cebollita sub-campeón!

Los ruidos propios de la policía crecieron con la frenada de dos patrullas. Sariaga tenía unos tres metros de aire antes de que la ronda se cierre con los policías y los curiosos, después la calle y en un pique llegar a la esquina, doblar, hacer media cuadra y meterse al hospital, en un pique, sólo en uno que lo pondría en libertad. Esto Sariaga lo vio. El instinto siempre redobla en alguna arteria, como cuando corrió y salió segundo del mundo en 100 metros en España.

En medio de Madrid se preguntó Sariaga -¿Qué hago acá?- Como si por momentos hubiese recuperado la memoria a los 19 años. Faltaba un día para la carrera y Sariaga que ya había probado la cocaína, parece que prefirió siempre los lugares oscuros, los túneles y los seres que habitan aquellos vértices. Estando en Europa no fue a los museos, ni tenía datos históricos, ni lecturas encima, no fue ni siquiera a la cancha, estaba persuadido por la belleza de otra Argentina que jugaba al hockey y quería seducirla. Sariaga no visitó monumentos, visitó los subtes, los canutos de los puentes, y una noche viendo pasar un tren camino a Francia, el día antes de la gran final, fumó un jachis y cuando se dio cuenta había dicho que sí a dos muchachos que lo invitaron a un bar y estaba pidiendo un vodka con naranja (un destornillador) en un antro de un barrio bajo de Madrid. Pero el trago no vino con un chorro de Vodka y con más naranja que alcohol, vino un vaso largo lleno hasta el borde con vodka y una rodaja de naranja encastrada en el borde circular del vaso, formando un sol en medio de la oscuridad del bar. Y no fue uno, fueron seis vasos y se hicieron las cinco de la mañana y Sariaga corría los cien metros del mundo a las ocho de la mañana. Y el cuento termina como se sabe: vomitando antes de correr, con la cabeza embotada, exhalando tabaco, segundo en el podio por un brazo, un segundo y medio debajo de su tiempo, once segundo y medio, su tiempo era de diez segundos y centésimas, el que ganó metió once segundo, es decir que Sariaga de estar sano el día de la carrera, hubiese salido primero del mundo, porque el tiempo del primero no superaba el mejor tiempo con el que Sariaga venía ganando todas las carreras que lo llevaron a la final del mundo. Esa noche se sintió libre por fin y se fue sin culpa a fanfarronear con la medalla por los bares que se cruzó. Cuando se despertó al otro día y hasta el día de hoy, el rulo nunca supo donde dejó la medalla con el segundo puesto del mundo en cien metros. Al otro día, todavía con resaca (una resaca que sentirá toda la vida) se fue para siempre de Madrid y para siempre de los titulares de los diarios del mundo. Inclinó la cabeza y cerró los ojos en el asiento del avión y pensó el próximo paso como cualquiera de nosotros decide un acto cotidiano seguros de realizarlo, como lavarse los dientes o servir un vaso de agua, -voy a jugar al fútbol, el atletismo me tiene podrido-.

 

El talón de Sariaga.

No se escapó de la policía. Se quedó. Reconoció a dos entre cinco policías que con otros más, una noche lo pararon por la calle y lo apalearon cuando se les reveló. Los esperó y se trenzó con dos primero y luego entre los cinco no lo podía reducir, entre patadas y cachiporras. Hasta que Sariaga se dejó estar contra el piso simulando estar derrotado y cuando sintió que las muchas manos que lo apretaban en diferentes partes del cuerpo aflojaron, y ya tomado aliento, se les escabulló zarandeándose como una anguila entre las manos de los policías, se levantó y picó como un rayo, desapareció. Se escondió en el hospital como lo había previsto. Se metió en el baño, se lavó la cara, tomó un pase de cocaína y fumó un cigarro mientras se miraba al espejo, sin querer acordarse de nada. Debía esperar un poco más, con los oídos en el pasillo, pero con la cabeza en otro lado, sino se apresuraría a salir y lo atraparían. El cuerpo se le fue enfriando, entonces sintió ese tirón abajo del muslo derecho, tirón que fue la lección que lo terminó de sacar del fútbol y de todo deporte que no sea correr en bicicleta. Jugaba en Duglas cuando le dio el tirón en una práctica. No había dormido y había ido de largo del boliche al entrenamiento, y por jugar con los músculos fatigados casi unos dos años en ese hábito de no dormir, el tirón debajo de la pierna se hizo presente cada vez que Sariaga intenta un pique. Estudios posteriores dio que el muslos tuvo un desgarro tal y tan extraño que los tejidos, a pasar de las operaciones, nunca más van a solidificarse firmemente. Sariaga está lesionado para siempre. Atrás había quedado jugar en Gimnasia de donde lo hacharon por falta de disciplina. Habían quedado atrás los Bosque donde corría junto a sus compañeros de habitación y de casa, de convivencia, los mellizos Barros Escheloto. Un ruido lo devuelve al baño del hospital. Se escuchan pasos. Alguien viene al baño, Sariaga se levanta rápidamente, pisa el cigarrillo y apoya la oreja contra la puerta. Si no es la policía es un enfermero que sintió el olor a cigarrillo, porque la luz está apagada. Los pasos se alejan en dirección a la puerta de salida del hospital. Entonces Sariaga aliviado con los pasos que se alejan y el toque de cocaína, la cara lavada, rememora la pelea y como un búho silencioso mira desde un hueco de la mente (también del corazón) el alborotó que provocó sobre un nido de ratas. Recordó el pique, sintió más hondo los dolores. Se estaba enfriando demasiado. Había que volver. Había huido. Pero Sariaga decidido, se dijo volver al boliche.

 

En la calle VI.

Sariaga camino al bar del disturbio le sacó una gorra a unos pibes que venían caminando. Con esa misma gorra se camufló o pensó camuflarse y llegar hasta la puerta del boliche. Sólo quedada un policía pidiendo documentos y tomando los datos al dueño del boliche y a un patovica. La gente se había dispersado. Un grupo de adolecentes en la puerta, se pasaban el trago y bebían del pico de la botella, comentaban la pelea e imitaban al rulo en sus movimientos.  Cuando el milico se fue y el patova y el dueño del bar se metieron adentro, Sariaga salió de atrás del poste de la luz, se bajó la visera de la gorra hasta la altura de los ojos y con las manos en los bolsillos se fue acercando a la puerta del boliche. Se tranquilizó cuando los jóvenes no lo reconocieron, entonces se animó. Vio que no había nadie en el control (no se habían rearmado todavía del caos que fue la pele) se arrimó hasta recostarse en el marco de la puerta. Miró hacia adentro. Buscó con la mirada la mesa donde estaba sentado y vio su campera. Con la pelea no había tenido tiempo de recogerla, y allí tenía más coca y plata, los documentos. Pasó adentro y directamente se dirigió a la campera, la tomó y empezó a buscar entre la gente, casi desesperadamente. Hasta que un golpe lo marea por unos segundos y lo saca de foco, sintió un líquido húmedo, se tocó la cara, vio sangre en su mano. Pero el dolor tenía otro sabor al de las trompadas. Era como un raspón o algo por el estilo.

 

Glóbulos rojos.

El dolor se parecía más al raspón que se dio corriendo en bicicleta. A penas si entrenó quince días después de regresar de Bs As y de dejar el paco, que fue a correr rally todo terreno de bicicletas en las sierras de Tandil.  A mitad de competencia, se mantenía prendido al pelotón, hasta que un perro se le cruza y lo hace volar de la bicicleta, dar varias vueltas por el piso. El pelotón le saca unos ciento cincuenta metros. Sariaga dolorido se sube a la bicicleta y pedalea como puede, hasta que agarra nuevamente velocidad, alcanza al pelotón y termina ganando la carrea por cien metros. Un integrante de personal de una marca deportiva importante, lo ve competir, caer, recuperarse y ganar por robo la carrera. La primera pregunta que le hacen es ¿y vos pibe de dónde saliste? Entonces lo sponsorean, lo visten, le compran una “bicicleta como  la gente”, le realizan controles médicos y los acostumbrados estudios pertinentes. Y a Sariaga “le salta la laucha” y los de la marca reconocida y los médicos se quedan con la boca abierta. Los glóbulos rojos son los encargados de transportar la cantidad de oxígeno en sangre y repartirlos por todo el cuerpo. Supongamos una cifra y digamos que un hombre promedio común que no hace deporte, que no entrena, que tiene una vida sedentaria tiene mil glóbulos rojos en sangre, y que uno entrenado para alto rendimiento tiene dos mil. Sariaga sin estar entrenado tiene dos mil glóbulos rojos en sangre. Y ante la perplejidad de los doctores agrega un dato que él considera relevante

-Disculpe doctor, y le agrego un dato, desde que tengo uso de razón cago tres veces por día-

 Al tiempo la empresa le suelta la mano. Iba a entrenar sin dormir, drogado y estaba semanas sin aparecer. Lo terminaron de perder de vista al poco tiempo. El último informe escrito apuntando la conducta de Sariaga, el que escribe se olvida de la voz impersonal y del carácter objetivo que demanda un informe, entonces escribe: “hace unos días atrás el cuerpo de directores de la empresa decidió darle una última oportunidad a Esteban Sariaga debido a su grande condiciones, a cinco días de aquel hecho, recibimos una notificación de la policía que indica que Sariaga estará detenido unos meses ya que se vio involucrado en un tiroteo pro conflicto sobre drogas. Una lástima, podría haber sido uno de los mejores del país”.

 

La calle VII.

Una botella le estalló en la frente a Sariaga. Le habían dado un botellazo. El rulo no sabía de dónde había venido. No tenía la campera, se le había caído de la mano. La sangre no lo dejaba ver, lo ahogaba.

Cuando se abrió la escena vio un bulto de gordos macizos que avanzaban como un equipo de rugby y entre ellos pudo reconocer al abogadito del auto. Él y sus amigos habían ido a buscar a Sariaga cuando estaba guarecido en el hospital. No lo encontraron  pero se quedaron en el bar bebiendo whisky con Spedd, y recordando sus aventuras en la secundaria de La Escuela Católica, fabulando lo que le hubiesen hecho a Sariaga si lo encontraban. El botellazo y los gritos llamaron la atención de los patovicas que se sumaron con el dueño del boliche a sacar a Sariaga definitivamente del bar. Ya estaban también llamando a la policía. Los amigotes del “boga” lo golpean mientras los patovas lo sujetan y lo arrastran afuera del bar. Sariaga se da vuelta y quiere mirar, busca entre la gente con la mirada, ve la campera tirada. Lo arrastran, pierde una zapatilla. Ensangrentado lo llevan hasta la vereda de en frente donde le dan el remate final. Uno de los gordos macizos le partió la mejilla y la nariz con dos pedazos de baldosa, cuando Sariaga estaba tirado en el piso.

Estuvo  desmayado algunos minutos, hasta que el rumor empezó a circular adentro del boliche, la gente empezó a salir. El bullicio lo despertó. Hinchada la cabeza como un sapo, se recostó contra la pared. Hasta que una joven se acercó y echó a todos del lugar. Le dio un pañuelo y llamó a la ambulancia. Entonces Sariaga sonrió en su alma. -Sí, era ella, la había visto pocas veces, pero sangre se conoce con sangre,  vi cuando el gil del dueño del bar le tocó el culo-. Luego lloró en silencio mirándola a los ojos, mientras le sostenía la mano.


          Texto: el negro paris        Ilustracion: YNTG                                                                         

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