La sublime resaca de la noche paga adelantado su cheque sin fondo, anticipando lo que traerá consigo el acaecer del día. El alba brilla por su ausencia como esa nube negra que destiñe el hombro de la luna, que en su cuarto menguante resplandece reflejando mi soledad. La brisa emerge y el frío no da tregua, las aceras tímidamente se descolan castigando con su epidemia al tibio deambulador, ambiguas horas que mezclan al borracho con el madrugador.  

           
 Sin alarmas ni timbres me fui dando pista libre para despedir las últimas escenas del espectáculo de madrugada; el sol aún no aparece, quizá como yo, se estremece de amanecer otra vez. Las campanas ignoraron la aura, vaya uno a saber, probablemente todavía no era la hora.      

                    
 Sin reproches ni penas la sangre vuelve a transitar con somnolencia por mis cristalinas venas, con la propia inconsciencia  que implica despertarse incierto, desafiar al crepúsculo del cielo. Poco a poco la luna se esconde para evitar cruzarse con el sol, intrépidos amantes que solo comparten colchón, sábanas frías y alcobas vacías. Posiblemente no supieron quererse, no quisieron, insistieron, se los devoró el intento.    

                  
 Sin espejos ni charcos que reflejen el mal trago, la luna y el sol no pudieron pasar el sabor amargo del desarraigo, acéfalo proveedor de sentimientos encontrados, que ni siquiera pueden ser ahogados ni en diez vasos del mejor whisky importado. La musa inspiradora no viaja en alfombras ni ascensores, está próxima a marcharse, solo espera no cruzarse al sol para evitar equivocarse. La luna se va sin despedirse, con sus manchas grises como único equipaje de cicatrices, se larga de prisa para no volver a arrepentirse.
 
​                                                                                                                                                                   Texto: Pink