Con los brazos de Dios

No resulta fácil ser un héroe. Anónimo. Juan Bulasio no se dio cuenta. Juan Bulasio no se da cuenta. Ni ahora le cae la ficha. Mucho menos cuando en la morgue lo dieron seis horas por muerto. Ni cuando llega del patio a la cocina un alboroto de gallinas y perros y Bulasio recuerda trabajar desde los cinco años junto a su padre, un judío que calzaba dos metros quince centímetros, que era capataz de los carros municipales de basura y muere al aplastarle un tronco los testículos. -Montado en los carros juntaba el cartón y los cables, en la municipalidad declararon que mi padre murió de diabetes.-
Tenía siete años cuando conoció a su padrastro, -un hombre bruto, que a pesar de su bestialidad me enseñó que cuando se tiene mujer en la casa, hay que trabajar, trabajar y trabajar- Y fue lo que Juan hizo desde que se hartó del maltrato del hombre
-estaba arrodillado sobre cenizas calientes cuando me di vuelta y vi la puerta abierta, entonces me levanté y me fui-.
Lo alojaron en un mercado de frutas donde le ofrecieron un cuartito en el fondo, -y por las noches trepaba un paredón de cuatro metros, que a mí me parecía una inmensidad y me escapaba-. Con ese salto Juan comienza a escribir su propia desgracia, su propia leyenda. Hoy a los cincuenta y nueve años parece un vikingo de tez colorada, de mostachos gruesos que doblan buscando la pera, curtido por la sal de la vida y el rose del incesante viento de las alturas. Un niño en el cuerpo de un titán que en los oscuros días de su infancia recuerda encontrar un oasis -en los discos que el gordo Tisera me hacía escuchar cuando me veía divagando por la plaza, enfrente había una radio- Y Juan dice esto y Juan se ilumina y se apaga en la brevedad de un fósforo.
De adolescente se reencuentra con su madre y uno de sus hermanos, quien ha creado una empresa que realiza trabajos dentro de la empresa MEDCOM.
-A todos le pagaban en ese entonces $ 16.000 y a mí menos, para ganar lo mismo digo que quiero trabajar en montaje- Su hermano le señala la cima de cuarenta metros de altura. Juan comienza a subir sin ninguna medida de seguridad, ante la mirada atenta de los demás obreros que se fueron agolpando mirando al cielo, como buscando a ese dios de diecisiete años.
Luego ingresa como oficial montador en la empresa MAN (título que se ganó en la empresa COMACO cuando cambió en tiempo record mil chapas en altura) En una jornada típica laboral, llegando la medianoche, una tormenta azota y siembra el pánico: una torre de mil kilos y de cincuenta metros de altura se zarandea brutal en la cima.
-donde había unos tifus, unos ginches de mano que sostenían las torres y uno se corta-. Los alemanes dueños de la Empres preguntan por un oficial montador para que suba:
-yo…pero…mucho viento-
-suba, sino ¡ojo para la casa!-. Subió el “yanqui” Bulasio por una escalera marinera (escalera hecha de cables y soga) enganchó el tifus y cuando se bajó ya no era sólo el Yanki, sino además el hijo de un dios, que sólo se ganó dos días en su casa con goce de sueldo y ni una palmada en el hombre por parte de los alemanes.
En el año 74, trabajando ya en los altos hornos de la siderurgia ex SOMISA, la jornada vuelve a desafiar a Juan, pero esta vez pone en su mano la vida de 9 obreros. A setenta metros de altura, en el descanso de humo se produce fuego en el conducto. No hay tiempo para titubeos. Sin decir palabra, Bulasio manotea una guindola, un matafuego, se sube a la punta de una grúa y se hace elevar. Apenas si un compañero le llegó a preguntar cómo estaba de la presión. Bulasio le dio como respuestas un
-hay que salvar a la gente- Con el pecho apuntando al cielo apagó el conducto y salvó a cada uno. En la empresa lo condecoraron con medalla de plata y diploma, que Bulasio extravió hace tiempo.
Hasta que un día los dioses le recuerdan a Juan Bulasio que es sólo un hombre: el techo de la fábrica Bonelli se derrumba en una gran porción y Juan estaba arriba y queda sepultado bajo dos mil doscientos kilos de fierro. Lo dieron por muerto. Pero seis horas después, en la fría oscuridad de la morgue, el corazón comenzó a latir. Después de cuarenta y dos días de inconsciencia y nueve meses internado, su esqueleto óseo resume una mollera en la cabeza, los dos hombros quebrados en ambos lados, el brazo izquierdo de platino, la pelvis quebrada, un pie de platino.
El golpe lo obliga a quedarse en el piso, trabajará hombreando bolsas en el puerto. Pero con la llegada del canal de aire, oye una vez más el llamado de las alturas y con su hermano montan las antenas de Cablevisión. Sin entender sobre la velocidad y la consecuente autodestrucción del capitalismo, la sorpresa lo encuentra desarmando esas antes que levantó no hace mucho.
-sólo encomendado a que los brazos no me abandonen y a dios- Una vez derribadas mueve los tramos en una bicicleta con un carro desde cualquier distancia, como una vez los arrastró más de cuartea kilómetros.
- en otra oportunidad me vine caminando catorce kilómetros con los tramos a la rastra para luego venderlos, porque con la paga del trabajo no alcanza-
Las consecuencias del accidente no le permiten trabajar en ninguna empresa pero en la municipalidad le dan vueltas para otorgarle la pensión por invalides: “y eso que yo al Intendente le hice el asado en la quinta de una flia en que yo trabajaba, cuando se recibió de la facultad”.
De a ratos sensibles, de a ratos osco y malhumorado, la luz anaranjada de la tarde moribunda lo recorta en el espacio, le resalta su fortaleza y le ensombrece las arrugas, flota, contrasta y se abraza con la pared sin revocar de la cocina y con una pequeña cortina cargada de colores que pareciera burlarse de él, sacarle la lengua a sus espaldas.
Texto: el negro paris